El eczema es una enfermedad inflamatoria crónica y recurrente de la piel que no es contagiosa. Se caracteriza por la aparición de una erupción con picor, sequedad, enrojecimiento y, en fases agudas, la formación de pequeñas ampollas llenas de líquido (vesículas).
El término «eczema» se utiliza a menudo como sinónimo de dermatitis atópica, la forma más común de esta enfermedad. Una combinación de predisposición genética a la disfunción de la barrera cutánea y la disfunción del sistema inmunológico juega un papel clave en el desarrollo del eczema.
El eczema es una enfermedad multifactorial. Se basa en una combinación de factores genéticos y externos. Muchos pacientes tienen mutaciones en el gen que codifica la filagrina, una proteína necesaria para mantener la integridad del estrato córneo.
Una barrera cutánea defectuosa se vuelve permeable a los alérgenos y agentes irritantes, lo que desencadena una respuesta inmunitaria anormal. El sistema inmunológico responde a estos desencadenantes con una inflamación excesiva, que provoca los síntomas característicos. Las exacerbaciones pueden ser causadas por alérgenos alimentarios, estrés, aire seco, contacto con el jabón o la ropa sintética.
El síntoma principal y más doloroso del eczema es el picor intenso, que provoca rascado, daño cutáneo y riesgo de infección bacteriana secundaria (con mayor frecuencia, el Staphylococcus aureus). La aparición de la erupción depende de la etapa del proceso: desde ampollas supurantes en la fase aguda hasta piel engrosada y áspera con una textura similar a una corteza (liquenificación) en la fase crónica.
El diagnóstico se basa en las manifestaciones clínicas y la anamnesis. El tratamiento del eczema es integral y tiene como objetivo conseguir el control de los síntomas.
Exclusión de factores desencadenantes. Los factores que desencadenan la exacerbación deben evitarse siempre que sea posible.
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